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Gallegos en Uruguay: Eliseo Rivero Freire | Manuel Losa Rocha


El 15 de septiembre de 1934 vi la luz en Covas do Río, parroquia de Zarracós, municipio ourensano de A Merca. A mis diez años de edad toda nuestra numerosa familia se trasladó a Vilanova dos Infantes. Allí conseguimos lugar como caseros y trabajamos las tierras de don Pepe. La escuela estaba muy cercana, pero la concurrencia era mínima. Las tareas del campo que me tocaba cumplir ocupaban todo mi tiempo.


Desde que cumplí los catorce años de edad mi abuelo Valerio comenzó a tener conversaciones conmigo cada vez más profundas. Pensé que me estaba preparando para el padrinazgo. Pero tres años después, aquel aciago día de 1952 comprendí que me había estado preparando sí, pero para la emigración. La congoja más grande se apoderó de mi alma cuando el abuelo Valerio, patriarca de la familia, señaló su sentencia dirigiéndose a mí.


La reunión tuvo lugar en nuestra casa de Vilanova dos Infantes. Todos alrededor de la lareira. La bisabuela materna Benita, los abuelos maternos Valerio y Genoveva, mis padres Celso y Cristalina, los tíos Antonio, Maximino, Celso y Felisindo y todos mis hermanos nacidos entre 1928 y 1944, Manuel, Palmira, Carmen, yo, Felisindo y Antonio… “Las cosechas son cada vez más magras, aquí en esta casa no hay alimento suficiente para todos, así que algunos tendrán que salir por el mundo a buscar la vida, ¡tendrán que emigrar!” En medio del silencio y el clima denso, todos nos miramos unos a otros. Lentamente el abuelo desvió su vista del suelo y con rostro serio apuntó hacia mí… “Bueno, Eliseo, tú serás el primero en marchar para América, así que en cuanto consiga el dinero prestado compraré el pasaje de tercera clase y te irás a Brasil. Para ingresar a ese país solo se necesita pasaporte y certificado de buena conducta. Así que, prepárate. Mañana empezaremos los trámites.” Todos dirigieron la mirada hacia mí. Mi temblor era notorio. Entonces sucedió lo inesperado para todos, menos para el abuelo. Con un nudo en la garganta y una media sonrisa en el semblante, que más se parecía a una mueca de amargura, retorciendo mis manos y aguantando las lágrimas, con una mirada firme que trataba de ocultar mi tristeza, dirigiéndome al abuelo, simplemente respondí… “Bueno… Si lo dice el abuelo Valerio… ¡Habrá que emigrar!”


A poco de cumplir los dieciocho años de edad, un día invernal, triste, 13 de diciembre de 1952, me embarqué en Vigo con destino Santos. El equipaje con el cual salí de mi hogar, una pequeña maleta, una manta, un reloj, y la voluntad de salir adelante. Un tren me llevó hasta San Pablo, la gran ciudad. Allí contacté con un vecino de mi aldea que me ayudó a conseguir trabajo en una carpintería de obra de otro gallego. Llevaba a cuestas la congoja propia del desarraigo. Lo había dejado todo, familia, amigos, afectos y mi novia, Elvira Pérez, esperando la llegada de nuestra hija.


Pronto comprendí que aquel lugar de tanto calor y cultura distinta no era para mí. Poco más de un año trabajando muy duro, apenas junté algo de dinero decidí emprender viaje hacia Uruguay, país del que tanto había oído hablar.


Sin los papeles necesarios, como la carta de reclamación que actuaba como garantía, junto con otros dos paisanos decidimos arriesgarnos a atravesar la frontera como ilegales. Después de una semana el tren nos dejó en Santana do Livramento. De allí a pie a Rivera, la ciudad gemela fronteriza uruguaya. Para los pasos de frontera, en la compañía de un “pasante” que cobró una buena suma, no hubo inconveniente.


Gracias a otro emigrante gallego enseguida conseguí empleo en Montevideo en el Café-Bar Palacios, en las Avenidas Agraciada y San Martín. Catorce mesas de billar y horario continuado las veinticuatro horas. Mi turno, desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana. Caminando varios kilómetros, acompañado del fresco de la mañana y mis pensamientos, hasta la pensión ubicada en la Ciudad Vieja, donde ocupaba una cama que otro emigrante gallego había utilizado durante la noche. Eso significaba pagar media tarifa, un ahorro importante. Recordaba las palabras del abuelo Valerio… “Si se gana diez hay que ahorrar once. No pases hambre pero ahorra. Recuerda que al ser emigrante todo dependerá de ti.” Para entonces ya era padre de una niña que aún no conocía. Siempre pensando en progresar a fin de ganar más dinero para traer junto a mí a mis dos mujeres, en horas del día concurría a una peluquería para aprender el oficio de barbero que se pagaba muy bien. Por otra parte, a mis clientes del Bar les comentaba… “Si sabe de algún trabajo donde pueda ganar mejor sueldo…” Esa insistencia un día dio su fruto y el 25 de mayo de 1954, comencé a trabajar en la Barraca Lirola, en el kilómetro 19 de la Ruta 8. Lejos de la ciudad, pero allí me sentía más cómodo debido a mi experiencia trabajando en Brasil como carpintero de obra. No imaginaba entonces que en aquel ramo de la construcción estaba mi futuro.


Un año después de mi llegada a Montevideo, luego del “casamiento por poder”, Elvira y nuestra pequeña hija María Carmen, se unían a mí, comenzando a formar la familia emigrante en tierra uruguaya. En el retiro de la humilde casa que alquilábamos, en vez de plantar verduras como muchos hacían, el 5 de agosto de 1957, Elvira y yo, sin dejar de trabajar en la Barraca Lirola, multiplicando el esfuerzo, nos dedicamos a fabricar bloques de cemento para la construcción, invirtiendo las utilidades en hacer acopio de materiales. Para ese entonces ya era “la mano derecha” de mi patrón, quien al percibir mi ambición de progreso me ofreció sociedad en su empresa, pero ya no había vuelta atrás. Con agradecimiento, pero también con el ansia de continuar trabajando en forma independiente, me despedí de mi patrón. Comenzamos construyendo un pequeño galpón en un terreno que compramos a pagar en cuotas y la incipiente Barraca Punta de Rieles empezó a funcionar. “Vale más una onza de negocio que una arroba de trabajo”. Las palabras del abuelo Valerio siempre estaban presentes.


Ya no habría momentos de descanso en absoluto para nosotros. Al poco tiempo pude reclamar a mis padres y algún tiempo después a mis dos hermanos menores, Felisindo y Antonio. Compramos un solar y construimos una nave donde montamos una herrería de obra para que ellos trabajaran. Para entonces la gran familia ya había crecido con la llegada de Eliseo, Tito, el hijo uruguayo.


En 1959 nos instalamos donde está ahora parte de la Barraca “Punta de Rieles”, en Camino Maldonado kilómetro 13, un barrio periférico. A partir de allí fuimos creciendo de a poco pero sin parar. En la zona todo estaba en construcción. El barrio y los alrededores se fueron poblando y nosotros supimos ver y acompañar ese crecimiento. Más adelante, en 1960, compramos un camioncito a crédito, un Chevrolet de 1947. A partir de entonces fuimos ampliando y mejorando vehículos y las instalaciones de la barraca.


Pensando siempre en nuevos emprendimientos, hace unos veinte años comenzamos a construir algunos galpones en la zona para alquilar. Y más recientemente hicimos dos fraccionamientos de varios solares, el primero lleva el nombre de “Barrio Valerio” en honor a mi querido abuelo, en agradecimiento a lo que me enseñó y me ayudó, confiando en mí siendo un muchacho. Con ese emprendimiento contribuimos a que familias del barrio dejaran de pagar alquiler y destinaran ese dinero a tener su casa propia, vendiéndoles los solares en cuotas y ayudándolos también con créditos y descuentos especiales en la compra de los materiales para construir. Al pasar los años es muy gratificante ver como se han formado esos mini barrios, con gente luchadora que tiene ahí su hogar. Al día de hoy continuamos con otros proyectos inmobiliarios.


Quienes están el frente de la empresa actualmente son, mi hijo Eliseo Rivero Pérez, mi yerno, Carlos Fernández, y mi nuera María Elizabeth de Cunto.  Completamos el equipo con los treinta empleados, que son como de la familia. De todos ellos estoy siempre aprendiendo un poco más de todo. Gracias al equipo de colaboradores, que actúan y se preocupan por la empresa como si fueran los propios dueños, yo estoy más libre. Mi hija María Carmen tiene su propia ferretería.


En la familia hoy contamos con cinco nietos, Patricia, Alejandra, Pablo, Christian y Valerio, y con dos bisnietos, Martín y Valentino. Entre los nietos hay una arquitecta, un contador, una ingeniera química, un escribano y un administrador de empresas. Afortunadamente ellos pudieron estudiar. Como solía decir mi abuelo Valerio: “Con ganas y con esfuerzo uno puede llegar hasta donde la familia y los amigos lo apoyen para llegar”. Más allá de “la suerte” que a cada uno le toque, lo más importante es el logro personal, el de los afectos, la familia, los amigos y la convivencia fraternal.


Mi actividad en la colectividad española y gallega es profusa. Por cinco años fui Tesorero del Consejo de Residentes Españoles (CRE). Socio fundador de la Asociación de Empresarios Gallegos, donde actué como Tesorero y Vice presidente. Integro el Directorio del Centro Ourensán. También la Comisión de Compras de la mutualista Asociación Española de Socorros Mutuos. Por varios años presidí el Hogar Español de Ancianos “Buque Insignia de la Colectividad Española”, donde tuve satisfacciones, entre ellas la de plantar un olivo con el Rey Juan Carlos, un carballo con don Manuel Fraga y un castaño con el presidente del Principado de Asturias. De manos de don Manuel recibí la Orden de la Vieira en Madrid, en 1991. Pero lo más importante, la dedicación sin medida en favor de los residentes españoles, muchos de ellos carentes de recursos y familia.


En el año 2014 tuve el gran honor de recibir por parte de la Asociación de Empresarios Gallegos, de la que soy socio fundador, el lauro al “Emprendedor Gallego del Año”. En 2015, recibí del Gobierno de España la Medalla de Honor de la Emigración en reconocimiento a mi labor en favor de los emigrantes españoles en Uruguay. Otra grata sorpresa fue el “Reconocimiento Castelao”, lauro anual que en el año 2018 la Federación de Sociedades Gallegas instauró con motivo de sus veinticinco años de existencia. En 1977 regresé a mi querida tierra gallega, con una gran expectativa y una mezcla de sensaciones extrañas que no sabré describir bien. Frente a mi casa me temblaron las piernas y solté el llanto. Lo único que brotó de mis labios, mirando al cielo… “Gracias abuelo Valerio, por tus consejos y todo lo que me enseñaste”. A partir de ahí, la promesa…

Desde 1988 visitamos siempre Orga la aldea de Elvira, Vilanova dos Infantes, mi aldea. En Galicia coincidimos con el día de la Virgen del Cristal, la patrona de mi pueblo, la que me ha acompañado siempre y a la que tanto tengo que agradecer. Precisamente su fecha coincide con el día de mi cumpleaños.


Volviendo a Galicia, a España cada vez que podemos, y estando en contacto con los españoles residentes en Uruguay es que sobrellevamos la morriña que todo gallego emigrante sufre toda su vida por el desarraigo.


“Ustedes los que se fueron, abandonaron el barco.” Por fortuna “la suerte” del emigrante es cada vez más comprendida, pero de vez en cuando suena en nuestros oídos esa frase que nos revuelve los recuerdos y aflora nuevamente la congoja que nos oprime el corazón para siempre a aquellos que lo tuvimos que dejar todo para buscar la vida en otro lugar. La emigración es lo más parecido a una lotería. A cualquiera le puede tocar el número “premiado”, como me pasó a mí.


A mis queridos paisanos que tuvieron la suerte de vivir siempre en su querida tierra les digo que esta es mi historia, la de uno de tantos chavales que salimos de Galicia con mucho en el alma y poco en la maleta y los bolsillos; con ese querer progresar sin temerle al sacrificio; con esa alegría de vivir a pesar de los pesares. Siempre digo que es muy triste emigrar, pero en esa época era una necesidad. Una historia de un emigrante gallego que vino a la América saliendo de la pobreza y del hambre, buscando oportunidades, como la de tantos otros que tuvieron que sufrir el desarraigo en soledad, desprotegidos, y como puede haber sido la de los padres o abuelos de muchos de vosotros.


Pero Elvira y Eliseo tenían un anhelo íntimo que querían cumplir. En uno de sus regresos, ante la Virgen del Cristal pidieron vida y salud para poder realizarlo y se hicieron una promesa. Pacientemente esperaron durante décadas y cuando se cumplieron las Bodas de Oro del “casamiento por poder”, rodeados del afecto de toda su familia, el personal de su empresa e innumerable cantidad de amigos, concretaron su ilusión, una ceremonia religiosa, la verdadera boda tanto tiempo postergada.


O Resumo Edición Nº 394 - 15 de Noviembre de 2019

Fuente: delicatessen.uy 12.11.2019

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